Mohammed, Diana y Basel están deseando que ―como se cree inminente― Estados Unidos y Francia anuncien un acuerdo de alto el fuego entre Israel y Líbano. No por miedo a los bombardeos sobre su ciudad, Beirut, sino porque odian a lo que les obliga la guerra desde hace más de dos meses: quedarse en casa (su colegio y otros 350 solo abrieron sus puertas hasta hace tres semanas) o aprender en línea, como justo el día antes y dos de la semana pasada. El Ministerio de Educación impone la educación a distancia en zonas de Beirut consideradas relativamente seguras cuando teme ataques israelíes a pocos centenares de metros. Los tres, con edades entre 12 y 14 años, también quieren una tregua para poder volver a jugar al aire libre. Tienen que pasar los recreos en el aula, porque el patio está ocupado por centenares de desplazados por el conflicto, cuya ropa luce tendida junto a la cancha vacía de baloncesto. El 40% de las escuelas (unas 600) funcionan solo como albergue improvisado para los desplazados, tan deseosos como estos niños de un alto el fuego. Este, Omar El Zeeny en el barrio de Mazraa, son en realidad dos centros públicos adosados que combinan las funciones de refugio y enseñanza, con accesos separados para alumnos y desplazados.
El 40% de los colegios sigue funcionando solo como albergue improvisado para los desplazados de la guerra. Las clases presenciales no comenzaron hasta hace tres semanas y solo para 175.000 alumnos en zonas relativamente seguras
Mohammed, Diana y Basel están deseando que ―como se cree inminente― Estados Unidos y Francia anuncien un acuerdo de alto el fuego entre Israel y Líbano. No por miedo a los bombardeos sobre su ciudad, Beirut, sino porque odian a lo que les obliga la guerra desde hace más de dos meses: quedarse en casa (su colegio y otros 350 solo abrieron sus puertas hasta hace tres semanas) o aprender en línea, como justo el día antes y dos de la semana pasada. El Ministerio de Educación impone la educación a distancia en zonas de Beirut consideradas relativamente seguras cuando teme ataques israelíes a pocos centenares de metros. Los tres, con edades entre 12 y 14 años, también quieren una tregua para poder volver a jugar al aire libre. Tienen que pasar los recreos en el aula, porque el patio está ocupado por centenares de desplazados por el conflicto, cuya ropa luce tendida junto a la cancha vacía de baloncesto. El 40% de las escuelas (unas 600) funcionan solo como albergue improvisado para los desplazados, tan deseosos como estos niños de un alto el fuego. Este, Omar El Zeeny en el barrio de Mazraa, son en realidad dos centros públicos adosados que combinan las funciones de refugio y enseñanza, con accesos separados para alumnos y desplazados.
A mediados de septiembre, las escuelas libanesas estaban justo inscribiendo alumnos cuando el Mosad, los servicios secretos de Israel, detonaron miles de buscas y walkie-talkies encargados por Hezbolá, transformando 11 meses de guerra de baja intensidad en conflicto con todas las letras. Luego, la aviación bombardeó masivamente varios puntos del país, matando a más de 250 personas en pocas horas y generando una huida masiva, incluido a la vecina Siria. Obviamente, el inicio del curso escolar quedó en el aire, con el 75% de los centros de enseñanza fuera de servicio, casi 550.000 estudiantes lejos de sus lugares de residencia y 45.000 profesores sin capacidad de llegar a las aulas.
Solo el pasado día 4 de noviembre comenzó la reapertura gradual de unas 350 escuelas que ni funcionan solo como refugio ni están en las zonas más castigadas por los bombardeos: el sur del país; el valle de la Becá, en el este; y los suburbios al sur de Beirut, donde los colegios permanecen completamente cerrados y, en cualquier caso, no queda casi nadie. Aquel día, 175.000 alumnos (38.000 de ellos desplazados) conocieron en persona a sus nuevos compañeros de clase. Como Basel, de 12 años, que al principio ―admite― pasaba miedo cuando los cazas israelíes pasaban rompiendo la velocidad del sonido. Causa un estruendo destinado a amedrentar a la población civil.
Desde entonces, las familias esperan cada noche para saber si al día siguiente tendrán que llevar a sus pequeños a clase o el día pinta peligroso y aprenderán a distancia. Todo en un país donde “a veces no hay electricidad, algunas familias tienen un teléfono para tres niños o el internet no tiene fuerza para la conexión”, admite la supervisora del centro, Abir Jattar. La directora, Rana Itami, asiente: “No tenemos los medios para enseñar en línea, pero siempre digo lo mismo: ‘Es mejor que nada”.
Hoy es un día especial, por la previsible inminencia de un alto el fuego. En un país que ha vivido varias guerras en el último medio siglo, todos saben que la antesala de “la paz” (como la llama Mohammed haciendo con los dedos el gesto de entrecomillado) suele ser particularmente violenta, así que bastantes familias “no se han atrevido” a traer a sus hijos, explica la directora en su despacho, que cruza (simbólica y físicamente) los dedos para poder regresar a algo parecido a la normalidad. Desde que el colegio reabrió sus puertas, la presencialidad ha sido del 95%. Hoy está en torno al 55%.
“El lugar más seguro”
“Los padres siempre se guían por una idea: cuál de los dos lugares, la casa o el colegio, va a ser el más seguro para sus hijos. Muchos alumnos están llegando hoy con retraso porque sus padres han esperado un poco a ver cómo se presentaba la mañana para decidir. Lo sabemos y hemos sido flexibles”, cuenta Jattar. Mohammed, por ejemplo, cuenta que su familia dudaba, pero les insistió. “No me gusta nada aprender por YouTube. Aquí, si tengo una duda, levanto la mano y pregunto”. Igual que Diana: “Si pasa algo, me recogen, porque vivo muy cerca”.
Los desplazados ocupan la primera planta del centro. La segunda y tercera son para los alumnos, que se turnan por horarios y días. Como muchas otras, absorbe pupilos de otras convertidas íntegramente en refugios o casi desiertas por los bombardeos. Lunes, miércoles y viernes, unos; martes, jueves y sábados, otros. Las tardes son para los refugiados sirios e iraquíes.
Mohammed es libanés; Diana, palestina; y Basel, sirio. Han acabado en el mismo colegio porque Líbano, el país del mundo con más refugiados en proporción a su población, siempre acaba afectado por las crisis a su alrededor. En las palabras de unos y otros se nota la importancia del colegio como lugar de socialización. Basel cuenta que, al salir de clase, ayuda todos los días a su padre en la carnicería. Cuando las cancelaron, le tocaba “hacerlo desde la mañana” y, además, se aburría.
La infancia en Líbano no solo está sufriendo el desplazamiento masivo, los problemas para formarse o la incertidumbre sobre el futuro que provocan la guerra. De los 3.768 muertos, más de 200 han sido niños. Algunos de los heridos han perdido miembros o audición por los bombardeos, o sufren daños cerebrales o impactos de metralla, según la agencia de Naciones Unidas dedicada a la infancia, UNICEF. La ansiedad, el recuerdo de episodios traumáticos y las pesadillas se han vuelto comunes.
“Por supuesto, no hay comparación, y espero que nunca la haya mientras vivamos, pero hay algunos paralelismos muy inquietantes con Gaza”, resume el portavoz global de UNICEF, James Elder, en una entrevista en la sede del organismo en Beirut. No solo el desplazamiento forzoso de muchas familias en muy poco tiempo. También, añade, el momento en el que los pequeños “se dan cuenta de que sus padres han perdido la capacidad de protegerlos porque, simplemente, ha pasado a escapar de sus manos”.
Feed MRSS-S Noticias