Contemptus Mundi
A través de votos o promesas, los consagrados procuran imitar a Cristo en la pobreza, castidad y obediencia.

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En la religiosidad popular guatemalteca, los festejos de la navidad no terminan con la celebración del 25 de diciembre. Desbordando el tiempo litúrgico, el período natalicio tradicionalmente concluye con la celebración de uno de los misterios de la vida de Cristo: la fiesta de la Presentación del Señor, el 2 de febrero. Se le conoce como el “día de Candelaria”. Algunos mantienen la costumbre de retirar el nacimiento este día.
Cuarenta días después del nacimiento de su Hijo, María y José se dirigen al Templo de Jerusalén para cumplir con la Ley mosaica que prescribía la purificación ritual de la madre, como se describe en el libro del Levítico (c. 12), y la presentación y rescate del primogénito, como indica el libro del Éxodo (c 13). Todo primogénito pertenece a Dios y debe serle consagrado, es decir, dedicado al culto divino. Sin embargo, desde que el oficio sacerdotal fue reservado a la tribu de Levi, aquellos primogénitos que no pertenecían a esta tribu no se dedicaban al culto; y para mostrar que seguían siendo propiedad de Dios se realizaba el rito del rescate.
La fiesta de la Presentación del Señor y la Purificación de María, ya se celebraba en Jerusalén en el siglo IV, y desde ahí se extendió por Oriente y Occidente. En Roma y en la Galia (Francia) se bendecían y se hacía la procesión con velas, de ahí que se llame también de la “Candelaria”. La procesión con los cirios encendidos significa la luz de Cristo anunciada por Simeón, según el relato del evangelio de Lucas en el capítulo dos. Se entiende entonces que en ese momento es Dios mismo quien presenta a su Hijo Unigénito a los hombres, mediante las palabras del anciano Simeón y de la profetisa Ana. Simeón proclama que Jesús es la «salvación» de la humanidad, la «luz» de todas las naciones y «signo de contradicción», porque desvelará las intenciones de los corazones.
La vida consagrada no es una forma de sublimación o evasión, porque está centrada en Cristo salvador del hombre y su Amor puro y fiel, tan grande y bello que lo merece todo.
Coincidiendo con la fiesta de “la candelaria”, Juan Pablo II, desde 1997, propuso la celebración de una Jornada especial de la vida consagrada. La oblación del Hijo de Dios, simbolizada por su presentación en el Templo, es un modelo para los hombres y mujeres que consagran toda su vida al Señor. Algunos, por una particular vocación, asumen de forma estable una forma de vida en la que se dedican por entero a Dios y a los demás en la Iglesia. A través de votos o promesas, los consagrados procuran imitar a Cristo en la pobreza, castidad y obediencia. A este modo de vivir tan apreciado desde la antigüedad cristiana se le ha descrito algunas veces con la expresión latina contemptus mundi, que significa literalmente desprecio del mundo. No es el rechazo del mundo en lo que este tiene de bueno, bello y verdadero, sino de todo aquello que es mundano y se opone al seguimiento de Cristo y a los valores trascendentes.
¿Qué sentido tiene en nuestro tiempo una vida consagrada a Dios? Más allá de valoraciones superficiales de funcionalidad, la vida consagrada es importante precisamente porque es signo de gratuidad y de amor, tanto más en una sociedad que corre el riesgo de ahogarse en el torbellino de lo efímero y lo útil. Con libertad propia, sin dejarse condicionar por lecturas políticas, sin creer que hay que mundanizarse para llevar el evangelio al mundo, la vida consagrada testimonia la sobreabundancia del amor que impulsa a «perder» la propia vida, como respuesta a la sobreabundancia de amor del Señor, que «perdió» su vida por nosotros primero. La vida consagrada no es una forma de sublimación o evasión, porque está centrada en Cristo salvador del hombre y su Amor puro y fiel, tan grande y bello que lo merece todo.
A través de votos o promesas, los consagrados procuran imitar a Cristo en la pobreza, castidad y obediencia.
Contemptus Mundi
A través de votos o promesas, los consagrados procuran imitar a Cristo en la pobreza, castidad y obediencia.

En la religiosidad popular guatemalteca, los festejos de la navidad no terminan con la celebración del 25 de diciembre. Desbordando el tiempo litúrgico, el período natalicio tradicionalmente concluye con la celebración de uno de los misterios de la vida de Cristo: la fiesta de la Presentación del Señor, el 2 de febrero. Se le conoce como el “día de Candelaria”. Algunos mantienen la costumbre de retirar el nacimiento este día.
Cuarenta días después del nacimiento de su Hijo, María y José se dirigen al Templo de Jerusalén para cumplir con la Ley mosaica que prescribía la purificación ritual de la madre, como se describe en el libro del Levítico (c. 12), y la presentación y rescate del primogénito, como indica el libro del Éxodo (c 13). Todo primogénito pertenece a Dios y debe serle consagrado, es decir, dedicado al culto divino. Sin embargo, desde que el oficio sacerdotal fue reservado a la tribu de Levi, aquellos primogénitos que no pertenecían a esta tribu no se dedicaban al culto; y para mostrar que seguían siendo propiedad de Dios se realizaba el rito del rescate.
La fiesta de la Presentación del Señor y la Purificación de María, ya se celebraba en Jerusalén en el siglo IV, y desde ahí se extendió por Oriente y Occidente. En Roma y en la Galia (Francia) se bendecían y se hacía la procesión con velas, de ahí que se llame también de la “Candelaria”. La procesión con los cirios encendidos significa la luz de Cristo anunciada por Simeón, según el relato del evangelio de Lucas en el capítulo dos. Se entiende entonces que en ese momento es Dios mismo quien presenta a su Hijo Unigénito a los hombres, mediante las palabras del anciano Simeón y de la profetisa Ana. Simeón proclama que Jesús es la «salvación» de la humanidad, la «luz» de todas las naciones y «signo de contradicción», porque desvelará las intenciones de los corazones.
La vida consagrada no es una forma de sublimación o evasión, porque está centrada en Cristo salvador del hombre y su Amor puro y fiel, tan grande y bello que lo merece todo.
Coincidiendo con la fiesta de “la candelaria”, Juan Pablo II, desde 1997, propuso la celebración de una Jornada especial de la vida consagrada. La oblación del Hijo de Dios, simbolizada por su presentación en el Templo, es un modelo para los hombres y mujeres que consagran toda su vida al Señor. Algunos, por una particular vocación, asumen de forma estable una forma de vida en la que se dedican por entero a Dios y a los demás en la Iglesia. A través de votos o promesas, los consagrados procuran imitar a Cristo en la pobreza, castidad y obediencia. A este modo de vivir tan apreciado desde la antigüedad cristiana se le ha descrito algunas veces con la expresión latina contemptus mundi, que significa literalmente desprecio del mundo. No es el rechazo del mundo en lo que este tiene de bueno, bello y verdadero, sino de todo aquello que es mundano y se opone al seguimiento de Cristo y a los valores trascendentes.
¿Qué sentido tiene en nuestro tiempo una vida consagrada a Dios? Más allá de valoraciones superficiales de funcionalidad, la vida consagrada es importante precisamente porque es signo de gratuidad y de amor, tanto más en una sociedad que corre el riesgo de ahogarse en el torbellino de lo efímero y lo útil. Con libertad propia, sin dejarse condicionar por lecturas políticas, sin creer que hay que mundanizarse para llevar el evangelio al mundo, la vida consagrada testimonia la sobreabundancia del amor que impulsa a «perder» la propia vida, como respuesta a la sobreabundancia de amor del Señor, que «perdió» su vida por nosotros primero. La vida consagrada no es una forma de sublimación o evasión, porque está centrada en Cristo salvador del hombre y su Amor puro y fiel, tan grande y bello que lo merece todo.
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Prensa Libre | Guatemala